Cap 1








- I -




Durante un instante quedó deslumbrado por el brillo del acero que se le hundía en el pecho. Sin tregua para un gemido, la hoja del cuchillo desapareció y quedó presa en el interior de su cuerpo. Al principio no sintió nada, sólo el frío del metal que se le acomodaba en las entrañas. Después comprendió que lo habían derribado del caballo y que yacía de espaldas al suelo. Se movió para encontrarse a sí mismo entre las piedras del sendero, pero su voluntad pronto admitió que cualquier lugar es bueno para el reposo de un hombre cansado. Escuchó el rumor del viento entre las cañas y el zumbido de los insectos. La luz del atardecer inundaba el aire de destellos cálidos y dorados. Entonces reparó en las manos que asían la empuñadura del cuchillo. Los dedos eran largos y tristes, las muñecas frágiles. Sonrió al comprenderse vencido por una mujer. Inmediatamente se avergonzó, al percatarse de que no acertaba a contener sus esfínteres y que la orina pronto le empaparía los pantalones. Un estremecimiento le advirtió que el cuchillo iniciaba su regreso hacia la luz. Despacio, muy despacio, la hoja de metal retrocedía entre los labios de la herida y le mostraba la suavidad de su filo, la aspereza de su sierra en el lado opuesto, la sangre que se resistía a manchar el acero y sólo permanecía en la hendidura de un estrecho acanalado que se dibujaba paralelo al borde de corte. Por un segundo lo encandiló el reflejo del sol en el cuchillo, hasta que sus ojos se cegaron para siempre y sintió que la mujer se aproximaba para susurrarle un nombre al oído. El recuerdo de Teresa Col resonó por última vez en su memoria.

Mucho antes de que la muerte lo sorprendiese entre el claroscuro de los cañaverales, Juan el Largo solía orinar contra la tapia de un huerto de malas hierbas y rastrojos que era propiedad del honrado Jeremías Martínez. De día o de noche, no importaba la hora, según le viniese al paso y sintiera la urgencia de aliviarse, Juan buscaba el mismo lugar en la tapia, descubría los faldones de su camisa, se desabotonaba los pantalones y permitía la libertad de su miembro con un sentimiento de plenitud y de alivio. Siempre frente a un desconchado de la pared, donde la vegetación raleaba por efecto de su abono diario y con los pies sobre un madero casi desecho por la carcoma. Pensaba en mariposas y luciérnagas, pensaba en los bosques nevados donde no se escucha más que el resquebrajarse de los hielos y pensaba en una gitana que se le aparecía en sueños. Hasta que un mirlo o un tordo lo devolvían a la realidad y se descubría sujetado a su hombría y con la mente inundada por la procacidad de los sueños. Tras sus ojos, y sólo visibles para su imaginación, se perfilaba un mundo de mujeres que se doblegaban a los requerimientos del placer, de fantasías sin rostro que abrazaban el desenfreno de la juventud, de sentidos que sólo obedecían a las riendas del deseo. Entonces Juan el Largo guardaba su furia dormida, ordenaba el desorden de sus ropas y continuaba su camino hacia donde la ventura de los pensamientos dispersos serenase la agitación de su espíritu.

El honrado Jeremías Martínez era hijo póstumo de su madre, que cuando se enfrentaba a la agonía por la coz de un caballo que le alcanzó en el rostro, sintió que se removía el hijo que aguardaba en sus entrañas. En mitad de la calle, sobre un charco de aguas de animal y ya difunta, dio a luz a un niño que se resistía a acompañar a su madre al sepulcro. Por la ventura de su alumbramiento o por el estigma que impone la necesidad, Jeremías demostró siempre un afán de supervivencia y un tesón en el infortunio que lo catapultaron a la bonanza de quienes no temen enfrentarse a lo imposible. Primero sobrevivió a todas las enfermedades de la niñez y la adolescencia, después escapó al laberinto de las empresas erradas y por fin rompió con todo lo que conocía, para marcharse a la ciudad y regresar seis años después, ya convertido en un caballero y dueño de la honra de tres mujeres que asumirían cualquier sacrificio en favor de su benefactor. Azucena Hindel, Lilí Crox, y Marta Tain, que así se llamaban estas damas de nombre fingido, bien sabían desaletargar los instintos adormilados y devolver la misma paz que arrebataban sin que mediase más que una limosna para las almas desamparadas.

Cuando Lilí Crox sorprendió a Juan el Largo orinando contra la tapia, sintió que la telaraña de su femineidad había sobrevivido al desahogo de todos los hombres, y que por fin encontraba la horma que le proporcionaría la plenitud y la dicha. Tomó a Juan de la mano y lo condujo al lugar de pecado que Jeremías Martínez había construido en las afueras del pueblo. Durante tres días y tres noches, Lilí se mantuvo apartada de su actividad profesional y no realizó más servicio que el debido a las apetencias de su carne. En contra de toda norma, y quizás por lo insólito de su fulminante enamoramiento, cuando por fin se decidió a abandonar el lecho para regresar al bullicio de la vida, comentó algunos secretos de alcoba que despertaron la admiración y el asombro de sus compañeras de oficio. Desde entonces, a Juan, cuya estatura distaba mucho de alcanzar la media usual, se le conoció por el sobrenombre de el Largo, en honor a ciertas medidas que habían causado el deleite de Lilí y que en el futuro habrían de servir al placer de otras muchas hembras. Azucena Hindel y Marta Tain, impresionadas por el relato de tales abundancias, pretendieron corroborar por si mismas la veracidad de las palabras de su amiga, pero Lilí Crox se opuso a estos propósitos con toda la fuerza de las amantes contrariadas. Sólo al difuminarse la vorágine de las primeras semanas, Lilí permitió que Juan compartiera la desproporción de su naturaleza con cuantas mujeres supiesen apreciar las virtudes del exceso.

Jeremías Martínez soportó pacientemente el absentismo laboral de Lilí Crox, porque su protegida bien merecía un descanso, y porque Azucena Hindel y Marta Tain conformaban de buena gana a la clientela contrariada. Su negocio había florecido con el brío de las mejores empresas, y tampoco hubiese sido conveniente que su estrella se ensombreciese con el descrédito de la avaricia. Además, a Jeremías le preocupaba la llegada de un hombre que conoció en la ciudad, y que había mandado llamar para que regentara su negocio en las ocasiones en las que él debiera ausentarse. Le ofrecería una participación en su prosperidad del cuarenta por ciento, tal y cómo habían acordado al separarse en busca de fortuna, después de que intentaran abrirse camino en el bullicio de la ciudad. Para escapar de la desazón de la miseria, habían decidido que el primero que encontrase la ventura económica ofrecería al otro un porcentaje de su éxito. Después, en la confianza de que obrando de este modo doblaban sus posibilidades de triunfo, escogieron rumbos divergentes y se sumergieron en la vorágine de las decepciones y de los intentos fallidos. Casi tres años habían transcurrido desde que se obligaran con una promesa.

Abset Albrahím llegó precedido por el alboroto de una infancia que jamás había visto a un hombre negro. Anduvo entre el barro de las lluvias recientes, sorteó los charcos de orines que marcaban el espacio reservado a las cabalgaduras y entró en la taberna de Jeremías, con la decisión y el aplomo de quienes se reconocen curtidos en las peripecias de la vida. Marta Tain, que en ese instante se entretenía en apilar unos vasos recién limpios, no pudo evitar un sobresalto al enfrentarse a aquella faz salpicada con unas marcas negras como el hollín, que tan pronto se le antojaban cicatrices lejanas como reminiscencias de terribles enfermedades de la piel. Tras unos instantes de indecisión, sirvió una copa de aguardiente al desconocido y fue en busca de Jeremías, que se había encerrado en su despacho del piso superior con la vana presunción de cuantificar los beneficios de su negocio. Abset se sintió observado a través de la ventana por un revuelo de cabezas que se agolpaban en un inquieto afán por saciar la curiosidad infantil. También percibió el interés que había suscitado su presencia entre unos jugadores de naipes que disputaban una partida al fondo de la sala. Saludó cortésmente a ambos grupos de observadores, bebió el aguardiente de un trago y se dispuso a saludar a Jeremías Martínez, que ya bajaba las escaleras para fundirse con él en un abrazo de bienvenida.

Bien cumplidas las congratulaciones por el reencuentro y tras un fugaz repaso a lo concerniente a la apariencia, la salud y la fortuna, Jeremías acompañó a su amigo hasta la mesa de los jugadores, donde efectuó las presentaciones que demandaba la vida en sociedad, y asumió el dispendio de proponer un brindis por la bonanza de los tiempos futuros. Después reclamó para su acompañante el respeto y la consideración que se le dispensaban a él mismo, no sólo cómo reconocimiento a las aventuras que habían compartido en el pasado, sino porque desde ese preciso instante se constituía en sociedad con Abset, y le otorgaba poder decisorio y ejecutivo para acometer cuantas iniciativas se le antojaran convenientes para la prosperidad del negocio. También, y era verdad intuida por la destreza que Abset demostraba con las armas y constatada con evidencias que requerirían una larga explicación, Abset era nieto de un rey que cazaba leones y se enfrentaba a los peligros de la selva con la gallardía de los hombres sin miedo. Si determinados acontecimientos se encadenaban favorablemente en un lejano país, aún le era posible aspirar a la sucesión de un trono más allá de los confines de los mares. Por último, y para disipar el retraimiento de unos oyentes acaso atribulados por tanto elogio, el honrado Jeremías Martínez aseguró que pese a la valía de su linaje, Abset era un hombre de gustos sencillos y prefería que se omitiese el título de alteza al referirse a su persona, lo que sin duda una vez más corroboraba que la humildad y la sencillez son cualidades inherentes a la grandeza de espíritu.

Tras desprenderse de las penurias del viaje en la intimidad de un patio interior, Abset Albrahím se abandonó al quehacer de las manos de Azucena Hindel, que primero entre la turbulencia de las aguas de la bañera, y después sobre una mesa bien dispuesta para el masaje, procuró descanso a los músculos doloridos y despreocupación a las voluntades exaltadas por el hábito de sortear los peligros. Después, ya perfumado y sumido en la placidez procurada por las manos de Azucena, Abset Albrahím se mantuvo en silencio mientras reflexionaba sobre la infinidad de caminos que configuran el destino de un hombre. Fue entonces, perdido en el laberinto de las ideas y las palabras, cuando sintió una presencia que era como el pálpito de un humo blanco y casi imperceptible. Giró la mirada y sus ojos se encontraron con la figura de Teresa Col, que retiraba unas toallas con el sigilo que caracteriza a las almas inmaculadas. Instantáneamente, acaso por su calidad real, Abset Albrahím intuyó la esencia regia que subyacía en el corazón de Teresa. Saludó con la veneración de quien reconoce a un espíritu ungido con el estigma de lo sobrenatural, y mantuvo la mirada entre las irregularidades del suelo, hasta mucho después de que Teresa hubiera desaparecido en el interior de la vivienda. Se sorprendió de que un hombre de su linaje se sintiese obligado a rendir pleitesía a una doncella, y hubo de reconocer que a veces lo extraordinario se oculta entre el alboroto de las insignificancias cotidianas.

Más tarde, en el transcurso de una conversación con el honrado Jeremías Martínez, Abset Albrahím se interesó por la procedencia de aquella muchacha que entraba y salía de las estancias con el sigilo de un estremecimiento del aire. Para su sorpresa, a Jeremías sólo le constaba que se llamaba Teresa Col y que era pariente más o menos próximo de la señorita Campoy, la dueña del aserradero, que le había pedido como favor personal que le permitiese trabajar en su establecimiento. Más por agradar a la señorita Campoy que por imperativo de su negocio, Jeremías aceptó la carga de una empleada de tan escaso mérito que apenas servía para recoger los enseres amontonados y para enmendar el desorden de las alcobas. Azucena Hindel y Marta Tain aseguraban que su insignificancia le servía para deambular entre los desafueros del amor sin provocar el pudor de los amantes, que no encontraban en Teresa el semblante de una madre o de una hermana, sino el rostro que se pierde entre la muchedumbre y que no inspira más que indiferencia. El temor de todo varón a ser reconocido en la culpa quedaba así eclipsado por la irrelevancia de aquella criatura, que entraba sin anunciar su presencia, que reordenaba las ropas esparcidas por el frenesí del deseo y que limpiaba con un paño los sedimentos del amor, aún antes de que el hombre abandonara el escenario de su desahogo. Mientras, Azucena, Marta o Lilí, aún desnudas, se reordenaban el cabello en un gesto que con la apariencia de coquetería ocultaba la premura por entregarse a otro cliente quizás más joven, quizás más apuesto, quizás más considerado con las necesidades femeninas.

Aunque durante los primeros días tras su reencuentro con el honrado Jeremías Martínez, Abset Albrahím se abandonó a los placeres que le brindaba la vida y saboreó la compañía de Azucena, Marta y Lilí, en solitario o en cualquiera de las combinaciones que su saber ofrecía al deleite masculino, pronto se le reveló que la mesura era el contrapunto adecuado a tanto frenesí y tanto gozo. En consecuencia, por preservar la salud y para evitar que la ebriedad de los sentidos restase intensidad al placer, Abset se impuso la rutina de hacerse con los secretos del negocio que ahora poseía en virtud de la generosidad de su amigo. Durante semanas, a la caída de la tarde, Abset Albrahím se encerró en el despacho de Jeremías para revisar una y otra vez los libros de las cuentas, para familiarizarse con el equilibrio de los ingresos y los gastos, con la ingrata matemática de los beneficios y con el nombre caligrafiado de los proveedores y clientes. Anotaba en una libreta cuanto le parecía importante o digno de ser recordado, así como lo que escapaba a su compresión o se le antojaba merecedor de un esclarecimiento. Después, tras la cena, consultaba a Jeremías cada una de las preguntas consignadas con la vehemencia que se espera de un buen aprendiz, hasta que por medio del ejemplo, de la consulta de un libro o de la razón que obedece al mero albedrío, satisfacía su curiosidad y daba por bien empleada la jornada. Entonces, ya merecedor de una recompensa por su esfuerzo, escogía las caricias de quien era de su agrado en aquel instante, o bien se dirigía al salón para conversar con quienes supieran apreciar los placeres de la discusión erudita.

También, y lo mantenía en secreto por temor a la incomprensión de las gentes, en la quietud de la madrugada, Abset solía practicar la magia de las piedras blancas y las sangres de animal. Abandonaba el lecho y buscaba el amparo de una buhardilla que había acondicionado para garantizarse la privacidad necesaria a todo hombre y, sobre una alfombra que lo protegía de la aspereza del suelo, arrojaba al aire las piedras manchadas de sangre para que en su modo de rodar al caer se entreviesen los acontecimientos del futuro. A veces se ayudaba también de los humos que desprenden las vísceras de las aves al quemarse con maderas olorosas, pero reservaba esta práctica para cuando lo sorprendía el alba entregado a sus invocaciones, porque la luz del amanecer anticipa el porvenir con una nitidez comparable a la mostrada por las brujas del bosque ante la contemplación del fuego. Saberes ancestrales y ocultos que habían llegado a Abset Albrahím a través de los sueños y de la influencia de sus antepasados, unos hombres oscuros que al pie de la llanura habían presentido la vida de sus descendientes y habían ejercitado la magia para influir en sus sentimientos y sus decisiones. Como si la invocación de un millar de guerreros muertos sólo sirviera para que ahora él percibiese la existencia de Teresa Col entre los dibujos de un éter blanquecino que se difuminaba en la luz de la mañana. Todo parecía predestinado para que el porvenir se atisbara en los dibujos de la sangre sobre la tierra blanca, para que un relámpago solitario pudiera salvar del anonimato a un alma ya escogida para distinguirse de sus semejantes.

Aunque no siempre alcanzaba la recompensa del éxito, Abset Albrahím debía mucho a este saber heredado de sus antepasados. Apenas confiaba su existencia al augurio de las fuerzas invisibles, porque no es propio de los hombres libres el encomendar su destino al arbitrio de los hados, pero valoraba la ayuda que brinda la alianza con las fuerzas de lo sobrenatural, aunque esta ayuda raramente llegase en el tiempo requerido ni en el modo esperado. A veces se preguntaba frente a los vahos reveladores por el desenlace de un acontecimiento y, sólo después de que este acontecimiento se materializase en la realidad, le sobrevenía la visión de lo que había anhelado conocer unas semanas antes. Aún así, la visión era borrosa, equivocada o ambigua, por lo que no convenía encomendarse sin reparo a lo que mostraba una eficacia tan escasa. En otras ocasiones, el ejercicio de su magia le descubría una faceta del pasado que explicaba lo que hasta entonces había pertenecido al ámbito del misterio, o el futuro se concretaba con una precisión que sólo exhibía su importancia después de que ese futuro se convirtiese en presente. En cualquier caso, la certeza vislumbrada sólo correspondía a un brevísimo destello de la verdad. La tarea de encajar la pieza que explicaba el significado exacto de otra infinidad de piezas se convertía en un empeño desalentador y poco menos que imposible.

Mucho después de que los acontecimientos confirmasen la veracidad de sus adivinaciones, Abset Albrahím reviviría la metamorfosis de Teresa Col sobre la tierra calcinada del páramo. Al principio no comprendió la exactitud y el alcance de su visión, que lo había asaltado mientras reflexionaba con los ojos cerrados y permitía que los humos mágicos se esparciesen por la estancia. De repente, mientras su cuerpo se arropaba con el olor de las maderas y las carnes quemadas, la esfera del sol rompió la lejanía durante el primer instante de la mañana, y un rayo de luz se precipitó a través del abismo de las tierras remotas hasta atravesar la piel de sus párpados y deshacerse en un fuego que devoraba sus pensamientos. Como un estallido en el corazón de su mente, como una llamarada que todo lo consumía hasta reducir el pensamiento a la nada de las cenizas. Un instante de lucidez, un segundo de entendimiento y Abset supo que Teresa Col moriría en una noche de tormenta y que su alma vagaría entre el chisporroteo de los fuegos celestiales para purificarse, para renovarse, para sobrevivir a su propia extinción y hacer suyo el destino de sus semejantes. Aquella muchacha frágil, aquel ser escuálido cuya única virtud era confundirse con las evoluciones del aire, después de muerta se alzaría contra la opresión y se convertiría en el ejemplo de la leyenda que se hace inmortal en boca de las gentes oprimidas.

También supo Abset Albrahím que Teresa Col, la triste, la pusilánime, la apocada Teresa Col se apostaría bajo el polvoriento sol de los cañaverales y aguardaría puñal en mano al paso de Juan el Largo. Una serpiente atrapada en un saco sirvió para que, adormecido por los fermentos del beber sin cuento, Juan cayese descabalgado por un rebrincar de su montura. Antes de que acertara a incorporarse, antes siquiera de que se reconociera víctima de un engaño, sintió que se le abrían las carnes, que se atoraba la voz en su garganta, que el mismo respirar se le tornaba sangre y sufrimiento. Lo asaltó un dolor seco, intenso, único, y supo que ya todo estaba decidido y hecho. Sólo restaba esperar y morir. Reconoció a su asesina y supuso que le hubiera gustado alcanzar el otoño de la vejez y exhalar su último aliento en la placidez del lecho, rodeado de familiares y amigos. Después percibió la tristeza de la decrepitud y comprendió que acaso fuese preferible abandonarlo todo en el mejor instante de la vida. Un pálpito le advirtió que ya no cabía la rebelión contra el destino. Entonces lo deslumbró el brillo del cuchillo que retornaba hacia la luz y le pareció que un aire abrasador se adueñaba de sus entrañas. Se recordó en el lecho con Lilí Crox, exhausto por el esfuerzo de su hombría pero aún embriagado por los aires del deseo, cuando un vibrar de la nada al pie del lecho le advirtió de la presencia de una criatura desapercibida hasta ese instante. Surgiendo de un abismo de días y de horas malgastadas, el presentimiento que lo asaltara entonces cobró forma para mostrarle el rostro de Teresa Col, que le sonreía mientras el relucir de un puñal abandonaba su cuerpo y él se sentía engullido por un abismo infinito y negro.




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